miércoles, 16 de abril de 2008

el encinar


Bajo el sol implacable del verano, azotada por las heladoras ventiscas del invierno, soportando la dureza de las tormentas estivales, encaramándose entre las rocas o aprovechando suelos que otros desecharon; así crece la encina y el más emblemático de los bosques mediterráneos, el encinar.
El éxito de aclimatación de este bosque esclerófilo en los terrenos peninsulares, es debido a las adaptaciones asombrosas de la encina, el principal exponente de dicho ecosistema.
Capaz de medrar en suelos básicos o silíceos, y de aprovechar los terrenos pobres en nutrientes o poco profundos; Poseedora de unas hojas coriáceas, capaces de producir bordes punzantes en sus partes más expuestas allí donde es atacada por los herbívoros, gruesas y barnizadas por el haz o cubiertas de una pelusilla blanca en el envés que reduce sobre ella la radiación solar, y capaz de cerrar sus estomas para retener sus líquidos durante las horas más calurosas del sofocante verano mediterráneo o lidiar con las gélidas heladas de las mesetas castellanas soportando hasta veinte grados bajo cero sin sufrir daños irreversibles.
Sus oscuras hojas se tiñen de un verde luminoso con la primavera para poco después cubrirse con los tonos amarillos de sus amentos florales que se tornaran en copiosa montanera de bellotas, allá por los tardíos meses del otoño.
Su lento crecimiento, hace que acumule gran cantidad de biomasa, tanto en sus hojas que permanecen de dos a cuatro primaveras, como en su madera dura y pesada, rica en calcio, propicia para la ebanistería o el carboneo.
Añosa abre su amplia copa allí donde es bien recibida y sus dominios son profundos y calizos y retorcida y breve, allí donde como un naufrago ha tenido que echar raíces, desde los novecientos metros de la cuenca del río Cofío hasta las parameras de Navalespino, por encima de los mil cuatrocientos metros.
Hoy, de aquel bosque impenetrable que viera las luchas de fe, donde buscaban guarida los osos de regias monterías, apenas quedan supervivientes, algunos ejemplos distantes y perdidos en una rampa o una paramera; Pero no siempre fue así, hubo un tiempo en que la encina y el encinar extendieron sus raíces por los llanos, tupidos, oscuros, cubiertos de plantas trepadoras, sin alzar sus copas por encima de los diez metros, hasta las tierras donde se mezclaba con el fresno en la ribera, sin desaprovechar la ocasión para encaramarse por los contrafuertes graníticos de la sierra y disputar al rebollo sus terrenos, ganándole en los más baldíos y rocosos.
Un bosque impenetrable donde abundaban los jabalíes y los osos, los lobos y los ciervos, que sufrió guerras y recibió la llegada de los grandes rebaños de la Mesta y la instauración de los reales sitios.
El asentamiento de la población, abrió campos de cultivo en los llanos y apeo los gruesos pies de las encinas para abrir paso a los pastos y emplearlos en la construcción y el carboneo. Muchos cayeron a manos del hacha y se consumieron en las hornadas de los carboneros y, como el humo, solo quedan de ellas el rastro negro sobre el suelo y los viejos tocones de la encina rebrotados de dos o tres pies más jóvenes.
Aquel bosque poderoso de encinas y enebros de la miera, se adornaba con torviscos (Daphne gnidium) y jaras que fueron ganando terreno, a medida que se agrandaban los claros.
Los terrenos de labrantío después de abandonados se llenaron de santoninas, mejoranas (Thymus mastichina), tomillos (Thymus zygis) o cantuesos (Lavandula stoechas subsp. pedunculata), donde retoña en forma de carrasca alguna encina y varios enebros.
El bosque original se perdió, apenas quedan algunos testigos mudos aislados en las laderas, encinas añosas de grandes copas donde se refugian los rabilargos. Adehesados quedan pocos exponentes, pues la altitud el clima nunca favoreció la montanera y se conservan en Matavacas, al norte de La Estación y en el Prado la Villa, y mezcladas con fresnos, en las proximidades de La Paradilla; sin embargo, los cantuesares con mejoranas y gruesos y grandes enebros, los encontramos con más frecuencia, en la misma Paradilla, las praderas abiertas del Cofio y el Aceña. El jaral se ha hecho dueño de pedreras y laderas, denso, intrincado, solo apto para el conejo y el macizo jabalí, que asfixia a los enebros que en sus feudos levantaron cabeza. Solo el pino resinero, pionero forastero, es capaz de abrirse poco a poco entre el intricado matorral.
El encinar se ha domesticado, maltratado y transformado, pero no muerto, lucha por reaparecer ocultado entre la sombra de los pinos colonizadores, esperando una oportunidad. Las paredes que lo aprisionan dan cobijo a musarañas y ratones que rebuscan sus menudos frutos. Repleto de jabalíes y conejos que sortean el intricando jaral, lleno con las voces de abubillas, rabilargos, escribanos montesinos, jilgueros, palomas torcaces, cucos, pinzones, herrerillos, carboneros, verderones, tarabillas, alcaudones, pardillos,… de sigilosas jinetas que aguardan entre las sombras un sin fin de pequeños habitantes que sobreviven con los últimos reductos en las laderas de nuestras montañas.

No hay comentarios: